1
Cuando se
corrió entre los marineros la voz de que Zaratustra se encontraba en el barco -
pues al mismo tiempo que él había subido a bordo un hombre que venía de las
islas afortunadas - prodújose una gran curiosidad y expectación. Mas
Zaratustra estuvo callado durante dos días, frío y sordo de tristeza, de modo
que no respondía ni a las miradas ni a las preguntas. Al atardecer del segundo
día, sin embargo, aunque todavía guardaba silencio, volvió a abrir sus oídos:
pues había muchas cosas extrañas y peligrosas que oír en aquel barco, que venía
de lejos y que quería ir más lejos aún. Zaratustra era amigo, en efecto, de
todos aquellos que realizan largos viajes y no les gusta vivir sin peligro. Y he
aquí que por fin, a fuerza de escuchar, su propia lengua se soltó y el hielo
de su corazón se rompió: - entonces comenzó a hablar así:
A vosotros los
audaces buscadores e indagadores, y a quienquiera que alguna vez se haya lanzado
con astutas velas a mares terribles,-
a vosotros los
ebrios de enigmas, que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas
con flautas a todos los abismos laberínticos: - pues no queréis, con mano
cobarde, seguir a tientas un hilo y que, allí donde podéis adivinar,
odiáis el deducir,-
a vosotros
solos os cuento el enigma que he visto, - la visión del más
solitario. -
Sombrío
caminaba yo hace poco a través del crepúsculo de color de cadáver, sombrío y
duro, con los labios apretados. Pues más de un sol se había
hundido en su ocaso para mí.
Un sendero que
ascendía obstinado a través de pedregales, un sendero maligno, solitario, al
que ya no alentaban ni hierbas ni matorrales: un sendero de montaña crujía
bajo la obstinación de mí pie.
Avanzando mudo
sobre el burlón crujido de los guijarros, aplastando la piedra que lo hacía
resbalar: así se abría paso mi pie hacia arriba.
Hacia arriba:
- a pesar del espíritu que de él tiraba hacia abajo, hacia el abismo, el espíritu
de la pesadez, mi demonio y enemigo capital.
Hacia arriba:
- aunque sobre mí iba sentado ese espíritu, mitad enano, mitad topo; paralítico;
paralizante; dejando caer el plomo en mi oído, pensamientos-gotas de plomo en
mi cerebro.
“Oh
Zaratustra, me susurraba burlonamente, silabeando las palabras, ¡tú piedra de
sabiduría! Te has arrojado a ti mismo hacia arriba, mas toda piedra arrojada -
¡tiene que caer!
¡Oh
Zaratustra, tú piedra de la sabiduría, tú piedra de honda, tú destructor de
estrellas! A ti mismo te has arrojado tan alto, - mas toda piedra arrojada - ¡tiene
que caer!
Condenado a ti
mismo, y a tu propia lapidación: oh Zaratustra, sí, lejos has lanzado la
piedra, - ¡más sobre ti caerá de nuevo!”
Callo aquí el
enano; y esto duró largo tiempo. Mas su silencio me oprimía; ¡y cuando se está
así entre dos, se está, en verdad, más solitario que cuando se está solo!
Yo subía, subía,
soñaba, pensaba, - mas todo me oprimía. Me asemejaba a un enfermo al que su
terrible tormento le deja rendido, y a quien un sueño más terrible todavía
vuelve a despertarle cuando acaba de dormirse.-
Pero hay algo
en mí que yo llamo valor: hasta ahora éste ha matado en mí todo desaliento.
Ese valor me hizo al fin detenerme y decir: “¡Enano! ¡Tú! ¡O yo!” -
El valor es,
en efecto, el mejor matador, - el valor que ataca: pues todo ataque se hace a
tambor batiente.
Pero el hombre
es el animal más valeroso: por ello ha vencido a todos los animales. A tambor
batiente ha vencido incluso todos los dolores; pero el dolor por el hombre es el
dolor más profundo.
El valor mata
incluso el vértigo junto a los abismos: ¡y en qué lugar no estaría el hombre
junto a abismos! ¿El simple mirar no es - mirar abismos?
El valor es el
mejor matador, el valor que ataca: éste mata la muerte misma, pues dice: “¿Era
esto la vida? ¡Bien! ¡Otra vez!”
En estas
palabras, sin embargo, hay mucho sonido de tambor batiente. Quien tenga oídos
oiga.
2
“¡Alto! ¡Enano!,
dije. ¡Yo! ¡O tú! Pero yo soy el más fuerte de los dos: - ¡tú no conoces
mi pensamiento abismal! ¡Ese - no podrías soportarlo!” -
Entonces
ocurrió algo que me dejó más ligero: ¡pues el enano saltó de mi hombro, el
curioso! Y se puso en cuchillas sobre una piedra delante de mí. Cabalmente allí
donde nos habíamos detenido había un portón.
“¡Mira ese
portón! ¡Enano!, seguí diciendo: tiene dos caras. Dos caminos convergen aquí:
nadie los ha recorrido aún hasta el final.
Esa larga
calle, hacia atrás: dura una eternidad. Y esa larga calle hacia delante - es
otra eternidad.
Se contraponen
esos caminos: chocan derechamente de cabeza: - y aquí, en este portón, es
donde convergen. El nombre del portón está escrito arriba: ‘Instante’.
Pero si
alguien recorriese uno de ellos - cada vez y cada vez más lejos: ¿crees tú,
enano, que esos caminos se contradicen eternamente?” -
“Todas las
cosas derechas mienten, murmuró con desprecio el enano. Toda verdad es curva,
el tiempo mismo es un círculo”.
“Tu espíritu
de la pesadez, dije encolerizándome, ¡no tomes las cosas tan a la ligera! O te
dejo de cuclillas ahí donde te encuentras, ¡cojitranco! - ¡y yo te he subido
hasta aquí!
¡Mira continué
diciendo, este instante! Desde este portón llamado Instante corre hacia
atrás una calle larga, eterna: a nuestras espaldas yace una eternidad.
Cada una de
las cosas que pueden correr, ¿no tendrá ya que haber recorrido
ya alguna vez esa calle? Cada una de las cosas que pueden ocurrir,
¿no tendrá que haber ocurrido, haber sido hecha, haber transcurrido alguna
vez?
Y si todo ha
existido ya: ¿qué piensas tú, enano, de este instante? ¿No tendrá también
este portón que - haber existido ya?
¿Y no están
todas las cosas anudadas con fuerza, de modo que este instante arrastra tras si todas
las cosas venideras? ¿Por tanto - - - incluso a sí mismo?
Pues cada una
de las cosas que pueden correr: ¡también por esa larga calle hacia
delante - tiene que volver a correr una vez más! -
Y esa araña
que se arrastra con lentitud a la luz de la luna, y yo y tú cuchicheando ambos
junto a este portón, cuchicheando de cosas eternas - no tenemos todos nosotros
que haber existido ya? - y venir de nuevo y corre por aquella otra calle, hacia
delante, delante de nosotros, por esa larga, horrenda calle - ¿no tenemos que
retornar eternamente?”
Así dije, con
voz cada vez más queda; pues tenía miedo de mis propios pensamientos y del
trasfondo de ellos. Entonces, de repente, oí aullar a un perro
cerca.
¿Había oído
yo alguna vez aullar así a un perro? Mi pensamiento corrió hacia atrás. ¡Sí!
Cuando era niño, en remota infancia:
- entonces oí
aullar así a un perro. Y también lo vi, con el pelo erizado, la cabeza
levantada, temblando, en la más silenciosa medianoche, cuando incluso los
perros creen en fantasmas:
de tal modo
que me dio lástima. Pues justo en aquel momento la luna llena, con un silencio
de muerte, apareció por encima de la casa, justo en aquel momento se había
detenido, un disco incandescente, -detenido sobre el techo plano, como sobre
propiedad ajena: -
esto exasperó
entonces al perro: pues los perros creen en ladrones y fantasmas. Y cuando de
nuevo volví a oírle aullar, de nuevo volvió a darme lástima.
¿A dónde se
había ido ahora el enano? ¿Y el portón? ¿Y la araña? ¿Y todo el cuchicheo?
¿Había yo soñado, pues? ¿Me había despertado? De repente me encontré entre
peñascos salvajes, solo, abandonado, en el más desierto claro de luna.
¡Pero
allí yacía por tierra un hombre! ¡Y allí! El perro saltando, con el pelo erizado,
gimiendo - ahora él me veía venir - y entonces aulló de nuevo, gritó:
- ¿había yo oído alguna vez a un perro gritar así pidiendo socorro?
Y en verdad lo
que vi no lo había visto nunca. Vi a un joven pastor retorciéndose, ahogándose,
convulso, con el rostro descompuesto, de cuya boca colgaba una pesada serpiente
negra.
¿Había visto
yo alguna vez tanto asco y tanto lívido espanto en un solo
rostro? Sin duda se había dormido. Y entonces la serpiente se deslizo en su
garganta y se aferraba a ella mordiendo.
Mi mano tiró
de la serpiente, tiró y tiró: - ¡en vano! No conseguí arrancarla de allí.
Entonces se me escapó un grito: “¡Muerde! ¡Muerde!
¡Arráncale
la cabeza! ¡Muerde!” - este fue el grito que de mí se escapó, mi horror, mi
odio, mi nausea, mi lastima, todas mis cosas buenas y malas gritaban en mí con un
solo grito. -
¡Vosotros,
hombres audaces que me rodeáis! ¡Vosotros, buscadores indagadores, y
quienquiera de vosotros que se haya lanzado con velas astutas a mares
inexplorados! ¡Vosotros, que gozáis con enigmas!
¡Resolvedme,
pues, el gran enigma que yo contemplé entonces, interpretadme la visión del más
solitario!
Pues fue una
visón y una previsión: - ¿qué vi yo entonces en símbolo? ¿Y quién
es el que algún día tiene que venir aún?
¿Quién es el
pastor a quien la serpiente se le introdujo en la garganta? ¿Quién es el
hombre a quien todas las cosas más pesadas, más negras, se le introducirán así
en la garganta?
- Pero el
pastor mordió, tal como se lo aconsejó mi grito; ¡dio un buen mordisco! Lejos
de sí escupió la cabeza de la serpiente: - y se puso de pie de un salto. -
Ya no pastor,
ya no hombre, - ¡un transfigurado, iluminado, que reía! ¡Nunca
antes en la tierra había reído hombre alguno como él rió!
Oh hermanos míos,
oí una risa que no era risa de hombre, - - y ahora me devora una sed, un anhelo
que nunca se aplaca.
Mi anhelo de
esa risa me devora: ¡oh, como soporto el vivir aún! ¡Y cómo soportaría el
morir ahora! -
Así habló
Zaratustra.
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