CASIO. - Una noche muy grata para los hombres de bien.
CASCA. - ¿Quién ha visto jamás un cielo tan airado?
CASIO. - ¡Los que saben lo llena de delitos que está la tierra! Por mi parte, he vagado
por las calles, arrostrando la noche peligrosa. Y desceñido como me veis, Casca, he
expuesto mi pecho a las centellas, y cuando el azulado relámpago oblicuo parecía desgarrar
el seno del cielo, yo mismo me ofrecí como su blanco y bajo su fuerte estallido.
CASCA. - Pero ¿por qué tentáis tanto a los cielos? Es propio del hombre temblar y
estremecerse cuando los dioses de mayor potencia envían para aterrarnos estos terribles
mensajeros.
CASIO. - Sois torpe, Casca , y carecéis de esos destellos de vida que deben existir en
todo romano; o al menos, no los queréis utilizar. Os veo pálido y pusilánime, lleno de temor
,y repentinamente estupefacto ante la rara impaciencia de los cielos. Pero si consideráis la
verdadera razón de todos estos fuegos, de todos estos errantes fantasmas, de esas aves y
bestias que cambian de naturaleza, de esos decrépitos, locos y niños que reflexionan, de todas esas cosas que transforman su orden, su modo de ser y sus facultades primitivas en
cualidades monstruosas, habéis de convenir en que el cielo les ha infundido semejante
disposición, tomándolos como instrumentos de temor y alarma para algún estado de cosas
fuera de las condiciones normales. Ahora podría yo, Casca, nombraros a un hombre muy
semejante a esta terrible noche, que truena, relampaguea, abre tumbas y ruge como león del
Capitolio; un hombre que en valor personal no es más fuerte que vos y que yo, y que, sin
embargo, ha crecido prodigiosamente y es tan aterrador como esas extrañas conmociones.
CASCA. - Es a César a quien os referís, ¿no es así, Casio?
CASIO. - ¡Sea quien fuere! Porque hoy los romanos tienen músculos y nervios como
sus antepasados. Pero, ¡desdicha de los tiempos!, el alma de nuestros padres ha
desaparecido, y es el espíritu de nuestras madres el que nos gobierna. ¡Nuestro yugo y
sumisión prueba que somos afeminados!
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