Si analizo este siglo con la mirada puesta en una época lejana, no
encuentro nada más extraño en la naturaleza del hombre contemporáneo que
esa virtud y esa enfermedad tan singulares conocidas como "sentido
histórico". Se trata de la sedimentación de algo totalmente nuevo y
extraño en la historia. Si se le otorga a este germen unos siglos más,
es factible que acabe produciendo una planta maravillosa, de perfume
admirable, que haga más grata la estancia en la tierra de lo que nunca
lo fuera hasta entonces. Sin saber apenas lo que hacemos, los hombres de
hoy hemos empezado a formar, eslabón tras eslabón, la cadena de un
sentimiento futuro muy poderoso. Casi parece que no se trata de un
sentimiento nuevo, sino del retroceso de todos los sentimientos
antiguos. El sentido histórico es todavía algo tan pobre y tan frío, que
muchos sienten como si fueran sorprendidos por una helada, volviéndose
más pobres y más fríos. Otros creen experimentar el síntoma de una vejez
que se acerca poco a poco arrastrándose, pareciéndoles nuestro planeta
un enfermo lleno de melancolía que, para olvidar su presente, se pone a
escribir la historia de su juventud. En realidad, no estamos sino ante
un matiz de ese nuevo sentimiento; quien sabe considerar la historia de
los hombres globalmente como si fuera su propia historia, percibe en una
especie de inmensa generalización la amargura del enfermo que piensa en
la salud, del anciano que recuerda los sueños de su juventud, del
amante que ha perdido a su amada, del mártir que ve desplomarse su
ideal, del héroe en la tarde de la batalla indecisa que le ha costado
heridas y la pérdida del amigo. Soportar esa suma enorme de amarguras de
toda especie, tolerarlas siendo a la vez el héroe que, al despuntar el
segundo día de batalla, saluda a la aurora y a su muerte pues tiene ante
sí y tras de sí un horizonte de milenios, como heredero de toda la
nobleza del espíritu udel pasado, aunque cargado de deudas, como el más
noble de los nobles antiguos, aunque primogénito de una nueva
aristocracia que nunca pudo ver ni soñar época alguna; asumir en su alma
lo más antiguo y lo más nuevo; las pérdidas, las esperanzas, las
conquistas, las victorias de la humanidad; tener, en fin, todo esto en
una sola alma, resumirlo en un solo sentimiento, debería representar una
felicidad totalmente desconocida hasta hoy. Una felicidad de un Dios
lleno de poder y de amor, pletórico de lágrimas y de risas, una
felicidad que, como el sol del atardecer, brinde continuamente su
inagotable riqueza y la derrame en el mar, el cual, semejante al sol,
nunca se sienta tan rico como cuando el más pobre pescador rema con
remos de oro. Entonces, ese divino sentimiento se llamaría sentimiento
de humanidad.